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ANTONIO ARIAS RODRÍGUEZ
Va para tres años que el
programa de humor «Camera café» impone la hora
de la cena al 20% de los televidentes. Ahora
también anima la sobremesa del domingo. Cuenta
historias cotidianas «de oficina», recogidas a
través del objetivo indiscreto de una cámara
instalada en el interior de una máquina de café.
Todo presentado a través de distintos episodios
de unos cinco minutos de duración.
Sus protagonistas encarnan un gran abanico de
personalidades llevadas al extremo para
caricaturizar las organizaciones y mantienen un
pulso constante por sobrevivir en su hábitat
laboral. El director-gerente, Gregorio Antúnez (Luis
Varela), expresa la antítesis del liderazgo o de
la eficacia. Lleva toda la vida en la oficina
por aquel histórico criterio para ser jefe: la
antigüedad. Un amigo coronel suele decirme que
sólo cree en Dios y en la antigüedad, «¡y en
Dios, porque es el más antiguo!», recalca. La
realidad es que los trienios siempre fueron
sinónimo de mérito y experiencia profesional,
aunque hoy, con los continuos cambios normativos
y tecnológicos, muchos jóvenes becarios saben
bastante más que sus jefes.
El contable, Bernardo Marín (César Sarachu, que
es mi preferido), representa al típico cuarentón
«enmadrado» que aún no se ha emancipado y
tampoco piensa hacerlo. El jefe de ventas, Jesús
Quesada (Arturo Valls), es un tipo que cae bien
a todo el mundo. Sus motivaciones son trabajar
lo menos posible, ganar lo más posible y pasarlo
bien. Diríase que falta motivación en esta
oficina. Y nada extingue tan rápidamente la
motivación como un jefe inepto. Los guionistas
han bromeado mucho con las modernas soluciones
gerencialistas: la retribución variable o la
mejora de las relaciones interpersonales a
través de comidas, cenas, deportes y torneos
varios de empresa, que han ofrecido capítulos
extraordinarios.
El programa, según su página web, quiere ser un
fiel reflejo del «escaqueo» del empleado, cuyo
punto de reunión sitúa al final de un pasillo
con la disculpa del café. Por eso, muchas
empresas implantan espacios diáfanos, sin muros,
con puestos compartidos, armarios abiertos y
unos carritos que diariamente trasladan los
enseres. Se acabaron las desordenadas mesas
llenas de papeles. Las empresas japonesas son
pioneras en esta práctica, donde el personal,
desde el director general hacia abajo, no tiene
asignada mesa, sino que comparte un conjunto de
ellas con empleados del mismo perfil. Resulta
imposible leer el periódico matinal sin mamparas
y a la vista de tantos jefes sucesivos. Otro
ejemplo que dará mucho que hablar es la «ciudad
de Telefónica», en el barrio madrileño de Las
Tablas, donde van a convivir 14.000 empleados de
alta cualificación, la mitad de los cuales no
tiene un sitio fijo de trabajo. Junto a los
«escritorios calientes» disponen de variadas
salas de reuniones y apoyo tecnológico en
cualquier lugar por telefonía móvil, Wi-Fi y
ordenador portátil.
Pero volvamos al tema del café. La realidad de
nuestra Administración pública es que los
funcionarios, durante la pausa del café,
hablamos de nuestro trabajo, compartiendo
información con compañeros de otros
departamentos en un rico feed-back informal.
Hasta el punto de que las mejores teorías de
sociología doméstica recomiendan a las
organizaciones «regalar» a los empleados el café
(¡incluso los «sobaos»!) de la mañana. Dicen que
con este momento de esparcimiento se mejora el
clima laboral, aunque la realidad es que no
descansan. ¿Será el momento de mayor
productividad de la jornada?
Desde un punto de vista jurídico, la «hora del
café», en la Administración pública, se cifra en
media hora de cierta elasticidad, según el
mecanismo de control horario. Resulta una
conquista profesional que ninguna autoridad
administrativa osaría cuestionar, aunque siempre
debe ejercerse en función de las necesidades del
servicio público y la atención a los ciudadanos.
Eisenhower decía que el liderazgo era el arte de
hacer que los demás hagan algo y, encima,
quieran hacerlo. De la misma manera, la mejor
coordinación en las burocracias profesionales
surge de manera espontánea y voluntaria. Así, el
café matinal supone para los letrados un
instrumento de unificación de doctrina mejor que
el propio Tribunal Supremo. Los médicos alternan
los comentarios sobre historias clínicas con las
últimas demandas judiciales. En la
Administración, los interventores toman café con
los gestores y facilitan «atajos» a los
problemas cotidianos. Los de personal con los de
contabilidad. Los de recaudación con los de
liquidación. ¡Cuántas soluciones encontradas en
la barra del bar, esperando la tortilla!
El café de la mañana fomenta las alianzas, por
la tendencia natural a perpetuar los
acompañantes. Los demás saben dónde está cada
uno dentro de los clanes administrativos por su
agrupación en ese descanso, clara manifestación
de afinidades al margen de sistemas de autoridad
institucional. El afable ingeniero gijonés
Campomanes, hoy jubilado, solía presumir de ser
el único catedrático de la Universidad de Oviedo
que todos los días tomaba café con otro
catedrático de su misma asignatura; un hecho
que, decía, era insólito.
Por todo esto, el profesor Henry Mintzberg, que
escribe prolíficamente sobre gestión y
estrategia de negocios e, inexplicablemente, aún
no es premio Nobel, valora la organización
informal como inevitable proveedora de
información e integración, ajena a la estructura
formal. Aunque ahora el correo electrónico hace
redes infinitas, durante el café los
funcionarios resumen las últimas normas del
«Boletín Oficial» o la suerte del proyecto de
nueva plantilla. Además, si no vas a desayunar
no te enteras y «no sabes lo que se cuece».
Aunque internet representa cada vez mejor el
mundo real, todavía no ha resuelto la percepción
de las fragancias ni los apretujones al tomar
posiciones en la barra del café.
Antonio Arias Rodríguez es síndico de cuentas
del Principado de Asturias.
Articulo
publicado en
www.ine.es
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